Conclusión

De 1918
Revisión del 20:46 16 jul 2017 de Centroeuropa (Discusión | contribuciones)

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Los replicantes derrotaron a vencedores y vencidos

¿Cómo puede una enfermedad tan antigua como la gripe originar la mayor mortandad de la historia en un momento en que se suponía que los avances científicos harían imposible la extensión de una pandemia? La respuesta, posiblemente, es que en efecto existían ya entonces los medios para impedir los efectos catastróficos de una pandemia, pero no se tomaron esas medidas. ¿Consciente o inconscientemente?

Al margen de la localización geográfica de los primeros brotes de la pandemia, pasado un siglo sigue habiendo grandes incógnitas sobre su origen y su impacto. La reconstrucción genética ha permitido comprobar que los ocho genes que componen el virus H1N1 proceden de aves, pero al mismo tiempo que el virus como tal tenía más diferencias respecto a los virus hallados en aves norteamericanas de esa época, de las que esos virus de las aves de 1917-1918 conservados en laboratorios tienen respecto a los virus que se encuentran en aves actuales.

Más que proceder de una rara avis, el H1N1 de la pandemia de 1917-1918 era un virus aviar tan raro que de las aves solo tenía lo imprescindible, los genes, de modo que quienes lo han reconstruido no se explican de dónde pudo surgir y casi sugieren que el compuesto fuera obra de fuerzas extraterrestres.

Igualmente inexplicable parece la reacción que provocaba, quizá por estimular su novedad desproporcionadamente las defensas inmunes, con el resultado de que sobrevivieran al virus quienes por debilidad –demasiado jóvenes o demasiado mayores- tenían escasos medios para luchar contra él, y en cambio se suicidaran los organismos fuertes en los que una alarma inmunológica desproporcionada desencadenaba la congestión de los pulmones por las proteínas creadas por los glóbulos blancos en su lucha contra el virus –la llamada tormenta de citocinas-, resultando esta más dañina que el virus en sí.

No resulta difícil –pero sí paradójico- ver un paralelismo entre el ser humano que, cuanto más fuerte es, en realidad se vuelve más frágil para luchar contra esta enfermedad, y los proyectos de los hombres de esa época que, confiando en su propia inteligencia y en su fuerza de voluntad, creyeron ser capaces de imponerse a los demás con la guerra, y resultaron atrapados mortalmente en unas redes de las que parecían incapaces de salir.

Lo mismo que la Gran Guerra se promovió paradójicamente como la guerra que había de acabar con todas las guerras, un gobierno progresista-pacifista terminó arrastrando a la guerra al pueblo estadounidense, vendiendole unos bonos que posiblemente pudieran ser llamados de la libertad, pero desde luego no de la sanidad.

En una época orgullosa, en la que los hombres se habían creído omnipotentes, se suponía que ese impulso económico iba a ahorrar vidas humanas. Pero muchas personas que pagaron para librarse del autoritarismo centroeuropeo –fuera real o imaginaria la amenaza que suponía-, y otras muchas que nada tenían que ver con la guerra y sus causas reales o supuestas, pagaron con su vida la incapacidad de los hombres más inteligentes y fuertes para luchar contra un virus. Y las víctimas de este ser tan pequeño que ni siquiera puede llamarse organismo –lo más parecido a la vida que podemos predicar de los virus es que son replicantes- llegaron posiblemente a los cien millones, triplicando o hasta decuplicando las víctimas de la Primera Guerra Mundial (según aceptemos que esta provocó 10 millones de muertos o hasta 31).

Paradójicamente, quienes se saltaron las normas sanitarias y facilitaron el desarrollo de la pandemia más mortífera que ha conocido la humanidad, lo hicieron para no frenar la mayor campaña propagandística de la historia: los bonos de la libertad norteamericanos, que proporcionarían a su gobierno 17.000 millones de dólares, una cifra nunca imaginada al servicio de la guerra, pero no de la salud de las personas cuyas vidas se arriesgaron al reunirlas para pedirles dinero o, aún más, para entrenarles como soldados.

La expansión de la epidemia, la campaña de los bonos de la libertad y el entrenamiento como guerreros improvisados de millones de jóvenes, se derivaron a última hora del modo como quiso conducir la guerra un gobierno y un conjunto de políticos que, ahondando en la paradoja, se creían profundamente pacifistas. La mayor movilización militar –al menos la más rápida y por su volumen proporcionalmente más numerosa- de la historia se hizo combinando aparentemente la espontaneidad y la seguridad de disponer de las mayores garantías acerca de su financiación y su sanidad.

Por primera vez se pretendió evitar que, en una guerra, las enfermedades se cobraran más vidas que las balas, y el intento se saldó con un estrepitoso fracaso. La ingenuidad de los pacifistas que creían poder enfrentar a la tradición militar prusiana un ejército improvisado, aunque desde luego numeroso, se las tuvo que ver antes que con los temibles cañones alemanes, con minúsculos virus cuya existencia ni siquiera conocía.

Parece como si la naturaleza se burlara de la pretensión de planificar al milímetro una victoria, pero no solo por parte de los Aliados, en cuyos planes aquella debía llegar en 1919. Como si se hiciera realidad el vaticinio que oyeron el 17 de julio de 1917 los tres pastorcitos que en la pequeña población portuguesa de Fátima decían ser testigos de una aparición mariana que ese día les dijo que “la guerra pronto terminará”. La victoria se adelantó, dando al traste con los planes alemanes, cuajados en la ofensiva del 21 de marzo de 1918, pero también con los de los Aliados, que no podrían adjudicar la victoria a su inteligente planificación, a su dinero, ni a la fuerza de sus armas.

El gobierno norteamericano ignoró cuanto sabía sobre la gripe pandémica surgida en su país y exportada por sus soldados hasta tener una coartada que distrajera hacia otro culpable. Cuando la prensa española habló de la epidemia, se le adjudicó el nombre de gripe española. Un nombre afrentoso que hace recaer los males sufridos por media humanidad –por toda la humanidad en esa época- sobre un país que ni siquiera estaba en guerra. Pero, por absurda que haya sido, la teoría de que la gripe surgiera en España cuajó, y dura hasta hoy. La primera conclusión en este centenario, por un mínimo de coherencia y respeto, debería ser no permitir que nunca se vuelva a llamar gripe española a la gripe pandémica surgida en Estados Unidos en 1917-1918.

El país que había contagiado la pandemia a todo el mundo tras abandonar su –al menos relativa- neutralidad en el conflicto, acabaría por colgar el sambenito de la culpabilidad en el origen de la enfermedad a un país neutral –España-, y el gobierno que se negó a invertir fondos y esfuerzos en luchar contra la pandemia para no dejar de sacar dinero a sus ciudadanos y convertirlos en militares, culparía de la difusión de la epidemia a los civiles, con tal de evitar que se supiera que había surgido en campamentos militares.

Incluso una vez reconocido que la gripe que asolaría el mundo en 1918 surgió en Estados Unidos, se prefirió aceptar la ingenua opción de que una pandemia que para extenderse requiere de grandes concentraciones de personas, hubiera surgido en el desierto de Kansas –y en lugares hoy abandonados, como es la localidad de Santa Fe en el condado de Haskell, retrasando su fecha de comienzo-, en lugar de admitir la evidencia de que la gripe había surgido, como siempre sucede, en otoño, y que se convirtió en epidemia mortífera en campamentos militares en los últimos meses de 1917.